Este texto fue publicado en la revista mexbcn y puede leerse aquí.
Foto: lallacuna.org |
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Y su joven corazón no puede ayudarlo más;
en sus venas la sangre se detiene y se congela
y perdido el ánimo con la fe se abraza
sintiendo caer el beso de la muerte. "
en sus venas la sangre se detiene y se congela
y perdido el ánimo con la fe se abraza
sintiendo caer el beso de la muerte. "
Jacint Verdaguer
Morir en Barcelona es igual que morir en
cualquier ciudad: burocracia, inconvenientes, dinero, papeleo —y luego olvido—.
La muerte se ha vuelto un asunto difícil y un negocio redondo. Al menos eso es
lo que me dice Teresa —una adorable catalana del pueblo pijo de Sant Cugat— cuando
me habla de sus muertos. Y me cuenta más: me dice que hace mucho tiempo, cuando
era pequeña, iba a visitar a sus difuntos en el viejo cementerio de Poblenou,
año tras año, el día de Todos
los Santos. Que cada primero de noviembre su madre la arreglaba, la llevaba
a comprar flores, y la obligaba a visitar a sus parientes enterrados en
Poblenou. Que su madre arreglaba las tumbas, y platicaba con ellos, o al menos
eso fingía mientras la niña –Teresa— se aburría un poco y veía cómo descansaban
sus ancestros lejanos. Mirando al mar, me dice, y acto seguido se pone a
rememorar a cada uno de sus muertos.
Ahora esto ya no sucede, continúa
contándome Teresa, la tradición desaparece. Ahora, ella ya no lleva a su hija
de quince años al cementerio el día de Todos los Santos. Ya para qué, se queja,
si ya nadie entierra a los muertos, solo los creman y los guardan por ahí en
quién sabe dónde. Luego, me confiesa que este año tendrá que llevarla a alguna
fiesta en la que se disfrazan todos y juegan a que es Halloween. Porque esa es ahora
la costumbre: importar las fiestas de países nórdicos y anglosajones y
cumplirlos a pie juntillas. Y los muertos van olvidándose en los panteones y en
las iglesias y dondequiera que los guarden.
Pero en el rostro de Teresa puedo ver una
añoranza que no se extingue. Hace mucho que no lo visita, y el cementerio de
Poblenou lo merece: es un lugar tranquilo, silencioso, lleno de flores y con
brisa de mar. Con caminitos estrechos y ordenados, con la jerarquía de
sepulturas –eso sí— que nos recuerdan el lugar de cada muerto: a veces
panteones y mausoleos, a veces lápidas escuetas, a veces meros nichos adornados
con jarrones y fotografías.
Y días después, mientras sigo a un guía
del tour dominical por todo
el cementerio —tan lleno de ausencias, tan solitario—, no puedo evitar
conmoverme ante la tenacidad de los catalanes que tienen difuntos allí, ante
las flores y las fotografías y lo limpio que está todo allí. Esos muertos sí
que son queridos, pienso mientras recorro los senderos. Recuerdo el rostro
nostálgico de Teresa.
Foto: Cabetià |
Luego, cuando miro la escultura del Beso
de la muerte (Bes de la mort, en
catalán), algo en mí trastabilla. Porque la estatua rememora el dolor de unos
padres al perder un hijo, y porque la pieza de Jaume Barba no alcanza a representar
tan profunda pérdida. La juventud, la belleza, la fe, todo pierde sentido ante nuestra
desaparición y, peor aun, la de los que amamos. ¿Eso es el beso de la muerte?
¿Cómo podemos luchar contra esto? “en sus venas la sangre se detiene y se
congela”, dice en la inscripción de la escultura el poeta Jacint Verdaguer.
¿Cómo hacemos para que la nuestra siga corriendo?
Por eso existen las tradiciones, porque
son nuestra única defensa ante la aparición siempre inminente de la muerte. Así
que, recordando mi celebración del Día de muertos, tan mexicana y tan fuerte
todavía, tan protectora, aquella tarde
le aconsejé impetuosamente a Teresa que volviera a visitar a sus muertos, que
regresara a sus raíces. Recupera las tradiciones, Teresa, recupéralas para tu
hija, recuerdo que le supliqué. Después preferí callarme. Y tras pensarlo un
poco, Teresa me dijo que sí, que iría, y que llevaría a su hija. Y que llevaría
flores, y que hablaría con ellos. No sé si lo hará, pero aun tengo la sensación
tonta de haber conseguido algo.
Esto es lo que no le dije a Teresa, por
vergüenza, aunque me hubiera gustado: quizás rememorar a los muertos y visitar el
cementerio no solo nos lleve a la desaparición y al olvido. Quizás nos lleve a
la resignación, a la tranquilidad, al mar. A los brazos de los vivos, al calor de
los que queremos. A la vida, mientras dure. Para eso son las tradiciones, al
final. Para eso sirven, Teresa.