domingo, 24 de noviembre de 2013

DÍAS DE MUERTOS, DÍAS DE VIVOS (Paseando por el cementerio de Poblenou)


Este texto fue publicado en la revista mexbcn y puede leerse aquí



Foto: lallacuna.org

" Y su joven corazón no puede ayudarlo más;
en sus venas la sangre se detiene y se congela
y  perdido el ánimo con la fe se abraza
sintiendo caer el beso de la muerte. "
Jacint Verdaguer

Morir en Barcelona es igual que morir en cualquier ciudad: burocracia, inconvenientes, dinero, papeleo —y luego olvido—. La muerte se ha vuelto un asunto difícil y un negocio redondo. Al menos eso es lo que me dice Teresa —una adorable catalana del pueblo pijo de  Sant Cugat— cuando me habla de sus muertos. Y me cuenta más: me dice que hace mucho tiempo, cuando era pequeña, iba a visitar a sus difuntos en el viejo cementerio de Poblenou, año tras año, el día de Todos los Santos. Que cada primero de noviembre su madre la arreglaba, la llevaba a comprar flores, y la obligaba a visitar a sus parientes enterrados en Poblenou. Que su madre arreglaba las tumbas, y platicaba con ellos, o al menos eso fingía mientras la niña –Teresa— se aburría un poco y veía cómo descansaban sus ancestros lejanos. Mirando al mar, me dice, y acto seguido se pone a rememorar a cada uno de sus muertos.
Ahora esto ya no sucede, continúa contándome Teresa, la tradición desaparece. Ahora, ella ya no lleva a su hija de quince años al cementerio el día de Todos los Santos. Ya para qué, se queja, si ya nadie entierra a los muertos, solo los creman y los guardan por ahí en quién sabe dónde. Luego, me confiesa que este año tendrá que llevarla a alguna fiesta en la que se disfrazan todos y juegan a que es Halloween. Porque esa es ahora la costumbre: importar las fiestas de países nórdicos y anglosajones y cumplirlos a pie juntillas. Y los muertos van olvidándose en los panteones y en las iglesias y dondequiera que los guarden.   
Pero en el rostro de Teresa puedo ver una añoranza que no se extingue. Hace mucho que no lo visita, y el cementerio de Poblenou lo merece: es un lugar tranquilo, silencioso, lleno de flores y con brisa de mar. Con caminitos estrechos y ordenados, con la jerarquía de sepulturas –eso sí— que nos recuerdan el lugar de cada muerto: a veces panteones y mausoleos, a veces lápidas escuetas, a veces meros nichos adornados con jarrones y fotografías.
Y días después, mientras sigo a un guía del tour dominical por todo el cementerio —tan lleno de ausencias, tan solitario—, no puedo evitar conmoverme ante la tenacidad de los catalanes que tienen difuntos allí, ante las flores y las fotografías y lo limpio que está todo allí. Esos muertos sí que son queridos, pienso mientras recorro los senderos. Recuerdo el rostro nostálgico de Teresa.

Foto: Cabetià
Luego, cuando miro la escultura del Beso de la muerte (Bes de la mort, en catalán), algo en mí trastabilla. Porque la estatua rememora el dolor de unos padres al perder un hijo, y porque la pieza de Jaume Barba no alcanza a representar tan profunda pérdida. La juventud, la belleza, la fe, todo pierde sentido ante nuestra desaparición y, peor aun, la de los que amamos. ¿Eso es el beso de la muerte? ¿Cómo podemos luchar contra esto? “en sus venas la sangre se detiene y se congela”, dice en la inscripción de la escultura el poeta Jacint Verdaguer. ¿Cómo hacemos para que la nuestra siga corriendo?
Por eso existen las tradiciones, porque son nuestra única defensa ante la aparición siempre inminente de la muerte. Así que, recordando mi celebración del Día de muertos, tan mexicana y tan fuerte todavía, tan protectora, aquella tarde le aconsejé impetuosamente a Teresa que volviera a visitar a sus muertos, que regresara a sus raíces. Recupera las tradiciones, Teresa, recupéralas para tu hija, recuerdo que le supliqué. Después preferí callarme. Y tras pensarlo un poco, Teresa me dijo que sí, que iría, y que llevaría a su hija. Y que llevaría flores, y que hablaría con ellos. No sé si lo hará, pero aun tengo la sensación tonta de haber conseguido algo.
Esto es lo que no le dije a Teresa, por vergüenza, aunque me hubiera gustado: quizás  rememorar a los muertos y visitar el cementerio no solo nos lleve a la desaparición y al olvido. Quizás nos lleve a la resignación, a la tranquilidad, al mar. A los brazos de los vivos, al calor de los que queremos. A la vida, mientras dure. Para eso son las tradiciones, al final. Para eso sirven, Teresa.  

jueves, 24 de octubre de 2013

Día de acción bloguera por los Arcti30

Porque la unión hace la fuerza, y porque podemos luchar contra los poderosos. Por eso me uno al: 

Día de acción bloguera por los Arcti30 

 http://www.greenpeace.org/espana/community_images/97/113297/89169_143828.jpg

 Para más información consulta: http://www.greenpeace.org/espana/es/Trabajamos-en/Frenar-el-cambio-climatico/Salva-el-Artico/Arctic-30/

 Y firma la petición:

http://www.greenpeace.org/espana/es/Que-puedes-hacer-tu/Ser-ciberactivista/liberen-a-nuestros-activistas/ 

http://www.avaaz.org/es/free_the_arctic_30_loc/?slideshow

 

 

LA LEYENDA DEL BAR MARSELLA




Esta entrada aparece en la revista mexbcn: http://mexbcn.com/la-leyenda-del-bar-marsella/



A L.

El bar Marsella resiste y sigue abierto.



Lleva resistiendo casi doscientos años, desde que en 1820 un francés visionario lo fundó. Es el bar más antiguo de Barcelona, de acuerdo con Armando, mi camarero favorito. Armando suele ser muy malencarado, pero una vez que te acepta va soltando de cuando en cuando sonrisas inesperadas. Así son los camareros del Marsella, siempre ocupados y displicentes, pero eficacísimos y conocedores de lo que quieren sus clientes.



El Marsella se hizo aun más famoso con la película Vicky Cristina Barcelona. Uno de los camareros hasta salió en una escena. Claro que Woody Allen olvidó retratar lo maravillosamente decadente del bar: las paredes desconchadas, el polvo ancestral de las arañas del techo, las botellas de las estanterías que ya estaban cuando Hemingway iba a beber absenta a ese bar. Su luz amarillenta, y los espejos que albergan una suciedad imposible de despejar —eso sí, los pisos muy limpios—. Así es el Marsella, aristocrático y canalla, bohemio, imperturbable.  



Del Marsella he aprendido tres cosas: Uno, que ahí hay que tomar absenta. Algunos incautos llegan a beber cerveza, solo que Armando los mira con desprecio y les arroja el cambio cuando pagan. Dos, que está prohibido cantar. Pero con el absenta, el elíxir mágico de los Poetas malditos, no hace falta: la lengua se suelta, y uno comienza a hablar como nunca ha hablado, a compartir ideas con el de la mesa vecina o a sincerarse con el acompañante en turno. Y una tercera —que he visto repetidas veces con turistas temerarios—, que beber mucho absenta y demasiado rápido conduce a una borrachera iracunda y fulminante. Es una bebida introspectiva, artística, no apta para guiris ni novatos. Al absenta hay que tenerle respeto.



Igual que hay que tenerle respeto al Marsella. Respeto, porque ha resistido casi doscientos años. Y porque ahora, con el nuevo Plan de usos de la Ciutat Vella, a partir del 2013 los edificios pueden venderse con fines turísticos, cosa que sucede ya con el inmueble del Marsella. El dueño del local ha querido echarlos desde principios de año, y vender el edificio por un millón de euros —para hacer un centro comercial, una tienda de teléfonos o cualquier chorrada—. Los del Marsella, defendiendo uno de los pocos refugios bohemios del barrio, han hecho entre otras cosas una petición para que esto se pare. Y por eso es que, desde abril, el Marsella sigue abriendo todas las noches sin contrato, y con la resolución judicial de su incierto destino pendiendo de un hilo. Los parroquianos, los camareros y el dueño tienen la esperanza de que el Ayuntamiento recapacite y no deje morir a este bar ancestral, uno de los últimos reductos de la Barcelona vieja.



Por todo lo anterior hay que ir al Marsella. Pero hay que ir ya (y de paso, firmar la petición), porque nadie sabe hasta cuándo podrá resistir. En el peor de los casos, si eso llegase a suceder, siempre estará el tonto consuelo nostálgico de decir a los amigos que acaban de llegar a Barcelona: “Yo alguna vez fui al Marsella cuando estaba abierto. Eran otros tiempos”. Efectivamente lo eran.



Pero aun no. El Marsella, con toda su leyenda detrás, aun resiste.  Por eso hay que aprovechar y vivir esa entrañable experiencia lo más pronto posible.  

jueves, 12 de septiembre de 2013

Catalanismo/Independencia/Y ahora qué



 Hace unos años no había más que un grupo pequeño de independentistas catalanes. Eran unos cuantos que cada once de septiembre se reunían en el Monument a Rafael Casanova, en Barcelona, y gritaban consignas por la independencia de Catalunya. Mi amiga Mayra me dice que en el pueblo en el que vive, Rubí, solo había unas pocos que albergaban el deseo de que Catalunya se hiciera independiente de España. Que decían no ser hispanas, sino catalanas. Y hablando en catalán, por supuesto.

Passeig de Gràcia estelado. Foto: Enrique Rivero.
Según Mayra, casada con un catalán de izquierdas, antes ser independentista era algo que se decía en voz baja. Sobre todo porque todo iba bien entre Catalunya y España. O al menos, no hacía falta pensar en una posible independencia cuando había tanto bienestar. 

Ocho años después, con la crisis llenando de agujeros los bolsillos y los futuros, este 11 de septiembre de 2013 han salido a las calles probablemente un millón de personas (entre cuatrocientos mil, según España, y un millón seiscientos mil, según Catalunya). Todos buscando la independencia de Catalunya. Hoy el periódico El País no habla al respecto de la Diada catalana;  en La Vanguardia es la noticia de primera plana. 

Un tema complicado, como siempre. Y aunque hay mucho que discutiría al independentismo catalán, lo cierto es que siempre reconozco y admiro ese deseo de apostarle a algo más fuerte que uno mismo: algo más grande y más perdurable que una pequeña -- en ocasiones mezquina-- causa personal. Yo siempre prefiero la esperanza en  una comunidad  antes que la cruda búsqueda del bien personal. Sé que es una causa difícil, pero emulando a todos los grandes pensadores, a mí lo que me gusta son las causas perdidas. Y en esta ocasión, quizás no sea tan difícil como lo pensamos. Pero ya lo dije antes, es un tema complicado, como siempre.  ¿Y ahora qué sigue?  No encuentro más opción  que seguir luchando por un bien común, no hay más. Nunca hay más que eso.      


¿O ustedes qué opinan?